El problema comenzó a partir de 1970, cuando algunos descubrimientos científicos mostraron que los aerosoles no eran óptimos como parecían, ya que están formados por compuestos clorofluorocarbonados (CFC) y sustancias denominadas halones que prácticamente nada los descompone. Sin embargo, las radiaciones ultravioleta si pueden romper las moléculas de estos compuesos. Al romperse, se liberan átomos de cloro y bromo, que reaccionan con el ozono y lo destruyen.
La liberación de estos compuestos a la atmósfera durante cincuenta años terminó por producir un desastre: el cloro y el bromo consumieron una parte muy importante del ozono atmosférico. Al disminuir la concentración de ozono en la atmósfera, comenzó a formarse el denominado "agujero de ozono", que en realidad no es un agujero sino una zona en la cual la concentración de este gas es peligrosamente baja. La cantidad de ozono llegó a descender hasta un 60% en la Antártida y en el sur de nuestro país, un 25 %
Por estas razones, las organizaciones dedicadas a la preservación ambiental impulsaron el reemplazo de esos compuestos por otros que no consumieran el ozono de la atmósfera. Los productos en los que se empleanam los halones y CFC utilizan ahora otros compuestos que no dañan la capa de ozono.